lunes, 10 de octubre de 2011

El 19 de septiembre nos despertamos con el miedo al "impacto final". PAULA BENAVIDES nos lo contó.

Supuestamente, el 23 de septiembre impactarían contra la tierra los restos del satélite UARS. A Paula la noticia le recordó a la angustiosa película Impacto final y escribió este cuento de inspiración muy neoyorkina.

Una Noticia Inesperada
 Paula Benavides (4º C)
Aquella mañana me desperté temprano. Eran las 7:30 a.m. de un sábado normal como otro cualquiera, un día de descanso para nosotros, los estudiantes. Me levanté de la cama cuando los primeros rayos de Sol atravesaron la cortina de mi habitación, miré por la ventana, pero no vi nada nuevo… todo seguía igual. Un montón de edificios se erguían ante mí como gigantes que intentan invadir el mundo, mientras todos aquellos taxis amarillos circulaban por la calles y avenidas de nuestra querida ciudad, Nueva York. Las farolas de las aceras comenzaban a apagarse para dar paso al nuevo día que empezaba, mientras la gente salía apresurada de sus casas para ir a trabajar.
Yo seguí mi rutina de cada día, salí de la habitación y me dirigí al baño para asearme. Cuando terminé, bajé las escaleras y encendí la televisión da la cocina para escuchar las noticias matinales y una me llamó especialmente la atención:
“La madrugada del Sábado 24 de Septiembre impactó contra la Tierra un satélite de la NASA, el Upper Atmosphere Research Satellite (UARS), enviado al espacio en 1991 para recopilar datos atmosféricos. Este astro artificial colisionó contra la corteza terrestre a miles de kilómetros hora, por lo que solo llegaron trozos de este gran artefacto de 6 toneladas y se dispersaron a lo largo de 800 km de longitud en el Océano Pacífico. Los científicos de la NASA no saben a ciencia cierta donde ha impactado el satélite y probablemente nunca lo sepan, pues los cálculos no son exactos. Por suerte no se han producido daños ni altercados y nadie ha resultado herido”.
Esa noticia había conseguido llamar mi atención y no sabía exactamente por qué, pues era una noticia como otra cualquiera. Quizás el simple hecho de que algo hubiese caído del espacio me atraía, no es algo que pasase todos los días… pero sin embargo, no le di mayor importancia y seguí con mi rutina. Me preparé el desayuno, le di de comer y beber al perro, arreglé un poco la casa y dispuse todas mis cosas para salir a hacer footing, como hacía cada sábado. Solía ir cada fin de semana a la playa para descansar, airearme un poco y pensar. Y eso hice…
Llegué a la costa sobre las 11:00 a.m. y comencé a correr por la orilla del  mar  mientras el agua tibia mojaba mis pies. Debía de haber corrido ya uno o dos kilómetros cuando observé que entre unas palmeras había un pedazo de metal tan grande y voluminoso como un coche de tamaño medio. Me acerqué (pues me comía la curiosidad) y con asombro descubrí que aquello parecía ser una de las partes del satélite que había alcanzado la Tierra durante la madrugada. No quería tocarlo por miedo a lo que pudiese pasar, pero algo dentro de mí me decía que tenía que hacerlo. Me acerqué con cuidado para no cortarme, pues la arena estaba llena de pequeños trocitos de metal puntiagudo que se clavaban en la planta de los pies, mientras observaba aquel artefacto con detenimiento. Abrí un pequeño compartimento que parecía haber “sobrevivido” a la colisión (pues estaba intacto) y dentro encontré una larga hoja con datos y números cifrados. Por otra parte, también había otra hoja en la que se veía la lectura de movimientos en el espacio, como el de los terremotos. Por último encontré fotos de agujeros negros, estrellas y nebulosas de gran tamaño y luminosidad, una bendición para la vista. Pensé que todo aquello debería ser devuelto a sus dueños, los científicos de la NASA, ya que ellos sabrían descifrar todos aquellos enigmas. Cogí todo el material que pude y salí corriendo de allí, de vuelta al coche. Llamé al teléfono de contacto de la Nacional (que previamente había buscado), les conté todo lo que había visto y les dije la posición exacta del resto que acababa de encontrar. El científico con el que me habían pasado permaneció un largo rato en silencio y finalmente me dijo: “Muchas gracias por su información. Si fuese tan amable de venir a traernos las pruebas que ha encontrado sería de gran ayuda, e incluso le pagaremos por las molestias”. Sin pensármelo dos veces acepté, ya que uno de mis sueños era ver un laboratorio científico por dentro, contemplar una nave espacial de cerca… y allí me fui, sin perder un segundo.

Volé en un avión privado que me llevó directamente a sus instalaciones, en Cabo Cañaveral, donde me esperaba un equipo de investigadores. Casi sin darnos tiempo para presentaciones, me llevaron a una gran sala  llena de ordenadores donde había, como poco, mil personas en bata blanca corriendo de un lado a otro. Aquello era un caos total, se chocaban unos contra otros, volaban documentos, se derramaban cafés… no parecía en absoluto un equipo de profesionales. Pero todo ese desastre tenía una explicación: el hombre que allí mandaba me explicó que los documentos que portaba el UARS eran de vital importancia para la salvación de la humanidad, pues la Tierra iba a ser absorbida por un gran agujero negro que llevaba creciendo desde 1990. Yo me quedé blanca como el papel cuando oí lo que me dijo. Al Mundo le quedaban escasos meses de existencia según había escuchado a unos ayudantes. No sabía que pensar, así que me fui a una sala aparte para dar orden a mis pensamientos y sentimientos que en aquel momento habían aflorado de manera descomunal.
Eran las 11:30 p.m. cuando uno de los investigadores me despertó. Con todo aquel alboroto y la noticia tan inesperada que me dijeron, me había desmayado. Para mi desgracia, la sorpresa que me tenían preparada era todavía peor: la Tierra iba a desaparecer en cuestión de horas, pues un aumento de la radiación solar hizo que el agujero creciese a mayor velocidad. No había salvación, la vida terrestre estaba condenada a la extinción, y lo peor era que nadie lo sabía. Yo no podría despedirme de mi familia, ya que el “Apocalipsis” (como fue llamada la operación) era inminente. Me desesperé, y opté por lo que para mí era la mejor opción: encontré un poco de cloroformo en un armario del laboratorio y lo eché en un paño. La mejor forma de morir es sin dolor, y dormida no sentiría nada. Despacio, me acerqué el trapo a la cara mientras recordaba lo que había sido para mí la vida, un sinfín de penas y alegrías que después de todo hacen que vivir sea una experiencia única. Pero todo acabó, me tapé la nariz, inspiré el cloroformo y me dejé llevar…
… por lo menos, había sido Feliz.

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